[Artículo publicado el 27 de junio de 2016 en el portal ComuniCambio.pe]


El desempeño del fujimorismo en las últimas elecciones ha motivado en el Perú el resurgimiento de una preocupación social, política y académica en torno al clientelismo. Como ocurre con muchos otros conceptos, hay también aquí una cierta distancia entre lo que se entiende por clientelismo político en el ámbito académico y las nociones que sobre el mismo asunto circulan a nivel masivo en medios de comunicación, discursos políticos y discusiones cotidianas. En cualquier caso, en el Perú el clientelismo es un tema de eterna actualidad del que sin embargo se sabe muy poco. Por un lado, son escasas las aproximaciones académicas y empíricas a cómo se produce este fenómeno en el país; y, por otro lado, en los sentidos comunes se le suele reducir a la idea de “compra de votos”. En ambos casos, predominan las connotaciones negativas y normativas en torno al clientelismo; es decir, el verlo como una anomalía perniciosa que perturbaría el funcionamiento de un sistema democrático idealizado, en el que unos “ciudadanos” supuestamente iguales ante la ley deberían actuar políticamente de manera “consciente” y otorgar su respaldo a personas u organizaciones que representan “programas”, “propuestas” e “ideas” (o “ideologías”). 

En lo que sigue, ofrezco una breve mirada antropológica e histórica sobre el clientelismo político y su lugar y función en la política peruana. Al respecto, creo pertinente partir de dos consideraciones básicas: una que remite al concepto de reciprocidad, y otra sobre la instrumentalización de la reciprocidad con propósitos políticos.

En primer lugar, la idea de reciprocidad nos coloca frente a una de las pocas constantes universales de la especie humana: el proceso microsocial y moral que se resume en el hecho fundamental de dar, recibir y devolver (analizado y expuesto con maestría por Marcel Mauss en “El Don”). Cuando doy algo a alguien (una dádiva, favor, servicio, etc.), esa persona se siente moralmente obligada a retribuir ese don de forma igual o equivalente; y cuando lo hace, se cierra el círculo de la reciprocidad y se genera o afianza una relación social. A este nivel, estamos ante una situación básica de reciprocidad entre “iguales”: quien recibe estaría en capacidad de retribuir el don.

Pero más allá de la situación teórica que he descrito, es también un hecho que en toda sociedad existen múltiples formas de desigualdad (por riqueza, prestigio, sabiduría, habilidades, etc.). Es así que las desigualdades económicas y de poder político especialmente abren un campo para la instrumentalización de la reciprocidad con propósitos también políticos y económicos. Aquí entra en juego lo que en la jerga antropológica se denomina “reciprocidad asimétrica”: si yo entrego a otros algo que no podrán devolverme en una medida equivalente, entonces genero en ellos una deuda hacia mí, una obligación moral latente que, dependiendo de los casos, podrá manifestarse bajo la forma de lealtades, apoyos inmediatos o diferidos, aceptación de mis ideas e iniciativas, etcétera. Este mecanismo de reciprocidad asimétrica es consustancial a muchísimas formas de construcción de liderazgos y lealtades, y es también intrínseco a diversos tipos de organización sociopolítica y económica: desde los sistemas de “grandes hombres” de Melanesia y las jefaturas de Polinesia, hasta los órdenes feudales europeos, pasando por los cacicazgos y estados americanos precolombinos.

Pero los sistemas políticos basados en la reciprocidad y redistribución no son característicos solo de sociedades “tradicionales” o de la antigüedad. En mayor o menor grado, estos sistemas han persistido en muchos países al lado de las nuevas formas democráticas de organización política y económica más asociadas con el capitalismo. Una diferencia clave entre las economías mercantiles modernas y aquellas basadas en la reciprocidad es que en las primeras los intercambios tienden a ser despersonalizados. La reciprocidad presupone el establecimiento de relaciones entre personas que se vinculan por medio de dones y retribuciones, con obligaciones morales adscritas a los sujetos y a sus posiciones en estructuras de poder diferencial. En cambio, en las modernas relaciones de mercado mediadas por intercambios monetarios se asume una igualdad formal entre los participantes, en tanto que los pagos en dinero sustituyen al cumplimiento de obligaciones morales en los contratos.

En el Perú, durante la época colonial, el orden mercantil de tipo europeo medieval se superpuso a las formas de reciprocidad y redistribución prehispánicas (que integraban un fuerte componente simbólico y religioso), pero sin desplazarlas completamente y desarrollándose más bien una suerte de articulación entre ambos sistemas. Por un lado, muchos caciques indígenas retuvieron una cierta posición de prestigio y algunas libertades para gestionar la producción y la organización de los nativos de acuerdo con pautas prehispánicas; y por otro lado, los españoles establecieron un esquema general de control burocrático y de obtención de rentas asociado con los modelos políticos comunes en la Península Ibérica en la última etapa del Medioevo. En este último esquema, la redistribución de las rentas resultantes de las actividades mineras, agrícolas y comerciales se efectuaba primordialmente entre los funcionarios de la burocracia urbana y sus redes clientelares de allegados en las ciudades y el campo.

Hacia inicios del siglo XIX, el declive del poder español en América se dio en paralelo con el auge de otras potencias europeas dominadas por burguesías que impulsaban un desarrollo económico capitalista mercantil, financiero e industrial y que, en consonancia con una nueva filosofía humanista y de libertad, habían reorganizado sus sistemas políticos en función de las instituciones sociales y económicas surgidas con la profundización del capitalismo. La economía capitalista presuponía una igualdad formal entre los actores económicos y relaciones de mercado despersonalizadas, mientras que el desarrollo industrial ponía por delante una valoración de las capacidades individuales para el desempeño de funciones especializadas, todo lo cual significó un desplazamiento del antiguo orden sustentado en lealtades personalizadas, privilegios de nacimiento y criterios de estatus. En el plano político, estas y otras transformaciones sociales y económicas se reflejaron en cuerpos normativos que postulaban un nuevo orden “democrático” basado en derechos impersonales y libertades individuales.

Las ideas europeas de libertad, derechos ciudadanos y democracia fueron asumidas por las elites criollas latinoamericanas durante las luchas emancipatorias de inicios del siglo XIX, e inspiraron los arreglos constitucionales y legislativos de los nuevos países independientes. Esto, sin embargo, no significó una transformación esencial de los esquemas de poder coloniales. En el Perú, el sistema político se volvió formalmente “republicano”, pero en la práctica los gobernantes continuaron reproduciendo el modelo estamental, de diferenciación étnica, clientelar y rentista (o “semifeudal”) que existía antes de la emancipación.

Desde entonces en adelante, han funcionado en el país dos formas predominantes de clientelismo político. Una de ellas se relacionaba con un esquema regional de poder encabezado por hacendados y gamonales, cuyo poder se sostenía en el control de tierras y la supeditación de poblaciones rurales, aunque estaba también muy imbricado con las burocracias y elites provinciales y departamentales. Este esquema, comúnmente llamado gamonalismo, perduró en amplias zonas del país hasta la Reforma Agraria de 1969. Sin embargo, aun cuando esta Reforma transformó radicalmente las estructuras políticas tradicionales, el clientelismo siguió reproduciéndose como práctica política y como la principal forma de construcción de lealtades políticas en las extensas zonas donde antes prevaleció el orden gamonal.

La segunda forma de clientelismo político se desarrolla hasta la actualidad en diversos niveles e instancias de la burocracia estatal. En ella participan miembros de las elites y clases medias criollas urbanas, junto a sectores mestizos y populares que se pliegan a ellas, con intereses que giran en torno a la redistribución de las rentas del Estado principalmente, pero que incluyen también el acceso a los puestos de la administración y a los servicios públicos.

En cualquier caso, el sistema político del país opera sobre la base de redes de relaciones constituidas alrededor de un orden jerárquico y patrimonial, tanto en los núcleos burocráticos como en los centros de poder regional. En ambos casos la construcción de lealtades políticas personalizadas y el intercambio de beneficios por apoyo político se dan de acuerdo a una lógica esencialmente clientelar, aunque todo el sistema aparezca formalmente revestido de un manto “legal” y “democrático” que apela a una retórica de “ciudadanía”, “igualdad”, “libertades” y “derechos”.

El modelo formal democrático e impersonal se concreta y funciona solo en espacios restringidos del sistema (en determinados segmentos de la burocracia) o en coyunturas específicas (electorales, por ejemplo). Pero más allá de esto, los valores adscritos a esa forma idealizada de orden político se difunden masivamente a través del sistema educativo, los medios de comunicación y los discursos políticos, y son asumidos “conscientemente”, en mayor o menor medida, solo por un sector de la población, que es principalmente, pero solo en parte, el que alcanza mayores niveles de escolaridad formal, el más expuesto a los mensajes mediáticos locales o globales que aluden a la democracia, y el más próximo a una serie de valores cosmopolitas (más accesibles en los entornos urbanos).

Así pues, podemos distinguir, a grandes rasgos, los contornos de dos culturas políticas. En una de ellas, la de quienes asumen valores inspirados en las democracias occidentales y tratan de ponerlos en práctica, la burocracia y la política peruanas son apreciadas como ámbitos plagados de “corrupción”, “clientelismo” e ineficiencia, en los que no se concretan los ideales democráticos republicanos o liberales, la igualdad jurídica y los derechos ciudadanos, ni tampoco el respeto a las “instituciones” y las normas impersonales.

En la otra cultura, la política es entendida básicamente como intercambios y relaciones personalizadas de reciprocidad que los sujetos entablan con determinados líderes o sus intermediarios. Aquí, quienes controlan o buscan controlar las rentas, los recursos y los servicios públicos ofrecen al “pueblo” una redistribución de beneficios o la realizan en alguna medida, lo cual aparece como una retribución por el apoyo político recibido (expresado en votos, lealtades u otros tipos de respaldo), apoyo que puede ser efímero o prolongado dependiendo del carácter, intensidad y permanencia de los flujos redistributivos. En este caso, los intereses apuntan a cosas concretas y tangibles, antes que a derechos abstractos, ideas o programas, y el descontento frente a los políticos y el Estado se debe sobre todo a los fracasos e interferencias en la reciprocidad y redistribución: “olvidos” y “promesas” incumplidas, repartos “injustos”, postergación de obligaciones contraídas, servicios y “obras” que no se entregan, etcétera.

Esta última cultura política está en el Perú mucho más difundida y arraigada que aquella otra cultura democrática, institucionalista y de libertades y derechos impersonales. Desde esta perspectiva, el “clientelismo” aparece ya no tanto como una anomalía perversa, sino más como una manifestación objetiva, expresada en prácticas políticas concretas, de una concepción de la política como intercambio recíproco entre los líderes y la población, a través de redes personalizadas en las que circulan los beneficios y los apoyos políticos.

Es así que todo político peruano de buen olfato “sabe”, en el fondo, que su éxito no depende tanto de las “ideas” o “programas” que proclama o representa en un plano formal, sino más bien de proponerse a sí mismo como un sujeto con aptitudes y vocación redistributivas. En principio, debe concretar esa vocación en sus círculos de allegados partidarios, ofreciéndoles u otorgándoles determinados beneficios para afianzar sus lealtades, emprender un proyecto político o ejecutar sus iniciativas (ya sea en campañas electorales o en el gobierno). Y más allá de estos círculos, necesita proyectar a la población una imagen en la que él mismo figura como una persona capaz de redistribuir beneficios concretos a quienes lo respalden con sus votos. Desde luego, todo esto suele aparecer recubierto de una retórica “democrática” e institucionalista, debido a que este es el discurso de la corrección política, y el que se propaga a las personas con la educación cívica y los mensajes mediáticos e institucionales. Pero ya vemos que existe una ancha distancia entre, por un lado, el deber ser y las creencias y anhelos democráticos, y de otra parte la realidad de las relaciones políticas.

La historia peruana posterior a la Independencia está repleta de ejemplos que confirman cuán institucionalizado está el clientelismo como práctica política en el país (una historia que es también un cementerio de “planes de gobierno”, promesas de “igualdad” y proyectos democráticos). De casi cualquier gobernante del siglo XIX se puede decir que recurrió al clientelismo, y que lo practicó abiertamente bajo un manto jurídico “republicano” o “liberal”. Lo mismo ha pasado en todo el siglo XX, por ejemplo, en las gestiones de personajes tan dispares como Augusto Leguía, Luis Sánchez Cerro, Manuel Odría y Alfonso Barrantes. El aprismo ha desarrollado una sofisticación especial en la forma de clientelismo más ligada a la burocracia estatal, mientras que Alberto Fujimori era un especialista consumado en la redistribución clientelística y personalizada de beneficios en sectores populares.

En las últimas elecciones, este tema ha vuelto a salir a la luz debido en buena medida a una nueva norma electoral que prohíbe la entrega de dinero o dádivas a los electores, lo cual no ha impedido que veamos a César Acuña obsequiando dinero y prometiendo cosas en mercados, a Alan García regalando celulares y cerveza a jóvenes en la playa, a Pedro Kuczynski en Junín entregando coca y trago a la gente, y sobre todo a Keiko Fujimori y sus activistas realizando una entrega masiva de regalos y billetes en todo el país.

Si nos fijamos en el respaldo popular y electoral a candidatos como Fujimori, Acuña y García, que exhiben todos perfiles marcadamente clientelares, nos podemos formar una idea vaga pero aproximada de cuán amplio podría ser en el Perú el arraigo de la cultura política de los dones y la reciprocidad. Ésta se presenta de hecho de manera transversal en distintas clases sociales y tendencias políticas [1]. En mi opinión, una diferenciación entre culturas políticas podría decirnos más sobre las formas de pensamiento y acción política de los peruanos que otros ejes clásicos como “izquierda” y “derecha”, pobres y ricos, gente educada y gente “ignorante”, “pro-sistema” y “anti-sistema”, o “demócratas” y “autoritarios”.



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[1] He hablado aquí de dos tipos de cultura política, pero de hecho hay en el país varias otras pautas culturales. Por ejemplo, tan solo en la Universidad de San Marcos pude identificar, en un estudio, siete distintos patrones de pensamiento y acción política entre los estudiantes. Véase Nureña, C. R. (2015). Juventud y cultura política en el Perú. Tesis (Mg. Sociología), Universidad Iberoamericana-Ciudad de México. < https://goo.gl/B1hDTf > (en especial el capítulo IV sobre clientelismo en la Universidad, y el VI sobre las siete configuraciones de cultura política).