El tema de las universidades y la regulación de la calidad de la educación superior viene concitando un marcado interés en las agendas políticas y mediáticas de los últimos años. En esto se enmarcan los esfuerzos políticos de apristas, fujimoristas y algunos otros por modificar la Ley Universitaria del año 2014 y deshacerse de la Superintendencia Nacional de Educación Superior Universitaria (SUNEDU), instancia encargada de supervisar el cumplimiento de estándares de calidad educativa, tramitar las licencias de nuevas universidades y “fiscalizar” el uso de recursos públicos en estos ámbitos. 

En los debates sobre estos temas, muy comúnmente se hace referencia a los intereses económicos o de otros tipos de diversos actores relacionados con los grupos políticos mencionados, como empresarios del campo de la educación y autoridades y funcionarios de centros universitarios. Si bien esos intereses directos e indirectos existen y se pueden rastrear fácilmente constatando los antecedentes y las cercanías de los personajes más opuestos a la SUNEDU, considero sin embargo que el asunto se puede comprender mejor y más ampliamente tomando en cuenta diversos elementos culturales e históricos vinculados con la conformación de la sociedad y el Estado peruanos. En lo que sigue ofrezco un panorama de cómo se insertan estos debates sobre la educación superior en las relaciones entre una cultura burocrática asociada con el poder estatal, la política y el lugar y función de las universidades en la historia del país, lo que nos permitirá ver el asunto desde ángulos que suelen ser pasados por alto en la discusión.

Desde mi perspectiva, debemos tener presente, en primer lugar, la manera en que se ha formado una particular cultura burocrática en el Estado peruano, que se origina en la Colonia con el establecimiento de un tipo de poder político muy ligado a un control rentista de la economía, poder que las elites locales ejercían desde la administración colonial, como intermediadoras entre España y el Perú, y consolidando localmente su posición con la redistribución de una parte de las rentas de las actividades mineras, comerciales y agrícolas a través de redes clientelares que conectaban a las cabezas de la burocracia con otros actores situados dentro y fuera de esa estructura. En adición a esto, se difundía sobre todo en Lima y en otros centros urbanos una concepción hispánica de origen medieval en la que el poder y el prestigio estaban ligados al desempeño de actividades burocráticas, guerreras o eclesiásticas, mientras que el trabajo manual o productivo se consideraba envilecedor de las personas (algo bastante explícito, por ejemplo, en las normas que impedían el acceso a la administración a quienes realizaban trabajos “viles” o “menestrales”).

En ese contexto, las universidades coloniales desempeñaban roles directamente relacionados con el funcionamiento de las burocracias civiles y eclesiásticas, la reproducción social de las elites y la construcción del prestigio social. Es así que los conocimientos cultivados en dichas universidades eran principalmente los de jurisprudencia, contabilidad, teología y derecho canónico; es decir, los conocimientos que más se ajustaban a las necesidades de aquellas burocracias y a las de quienes buscaban obtener credenciales que les facilitaran el acceso al poder en la administración (en contraste, los conocimientos relacionados con la producción, como “Artes”, que incluían a las ciencias físicas y naturales, tenían un lugar muy secundario).

Al producirse la Independencia, las elites criollas que tomaron las riendas del nuevo Estado republicano reprodujeron en prácticamente todos sus términos aquella cultura burocrática, rentista, clientelar y de infravaloración del trabajo manual y productivo, cultura que habían aprendido de sus padres y abuelos españoles, manteniendo también la separación étnica y estamental que había caracterizado al Antiguo Régimen, aunque integrando en sus redes a algunos sectores mestizos que se plegaban a ellas (y que progresivamente se convertían también en “criollos”). Entre estos últimos, asimismo, y sobre todo en los espacios urbanos, se fue afianzando la noción de que la estrategia privilegiada para alcanzar poder y prestigio en la sociedad era la inserción en los aparatos burocráticos, desde donde podían ejercer un poder intermediador entre los recursos provenientes de las rentas del Estado y quienes se conectaban con ellos a través de redes de menor jerarquía. E igualmente, entendieron que la obtención de credenciales académicas constituía una condición y un elemento facilitador para acceder a las posiciones más altas de la administración.

Si nos fijamos en la dimensión macro de las estructuras económicas y políticas, podemos apreciar una permanencia de ciertos elementos desde la época colonial. El más importante de todos es, desde mi punto de vista, la continuación del carácter rentista de una economía en la que el Estado obtiene la parte más gruesa de sus recursos mediante cargas impositivas a las actividades mineras y extractivas en general, recursos que son redistribuidos en parte a través de las administraciones central y regionales y con servicios y “programas sociales”. Esta situación define, sostiene y se retroalimenta con el tipo de cultura que prevalece en las elites y en importantes segmentos de las clases medias urbanas, lo cual tiene implicancias profundas en la educación. A diferencia de sociedades en las que el interés primario del esfuerzo educativo es el cultivo de conocimientos útiles y diversificados para la producción de bienes y valores, en el Perú predomina aún, como orientación principal en las elites y los sectores medios criollos especialmente, la vocación por la adquisición de credenciales académicas (en el sentido más material del término, léase “cartones”) para legitimar y justificar el acceso a las posiciones burocráticas, siendo que son estas las posiciones que permiten ejercer poder con la intermediación entre los servicios y rentas del Estado y quienes buscan acceder a ellos.

Este panorama se conecta, en el plano político, con algunos cambios y permanencias en el desarrollo de las estructuras de poder. Durante toda la primera mitad del siglo XX, se produjo en el Perú un progresivo ascenso de los sectores populares y medios que disputaban con los aristócratas rentistas el control del Estado. Esta fue la época del surgimiento de las izquierdas y del aprismo. Y si bien la ruptura más fuerte con la aristocracia sobrevino recién en 1968 con el gobierno de Juan Velasco, ya desde antes el aprismo venía acumulando fuerzas al perfilarse como la expresión política de los sectores criollos urbanos medios y populares.

Pero el aprismo, además de impulsar sus acciones en el terreno estrictamente político, tomó ventaja también de su posicionamiento en el sector educativo, concretamente en la Universidad de San Marcos, que como sabemos estuvo dominada por el APRA hacia mediados del siglo XX (por ejemplo, en los años del rectorado de Luis A. Sánchez). En este entorno, los apristas obtenían credenciales que les permitían insertarse en las estructuras del Estado, reeditando así la cultura burocrática criolla que he descrito en los párrafos previos. Y ya luego, cuando las izquierdas desplazaron a los apristas de San Marcos, éstos fueron encontrando su nicho de reproducción en algunas de las nuevas universidades que se crearon en la primera mitad de la década de 1960: Universidad de San Martín de Porres (1962), Universidad Nacional Federico Villarreal (1963) y Universidad Inca Garsilaso de la Vega (1964), por citar solo los casos más visibles. En estos y otros lugares, el aprismo recompuso su estrategia de ingreso a las burocracias estatales, construyendo y expandiendo nutridas redes de relaciones clientelares que vinculaban a los militantes apristas con sus familiares y allegados más allá del espectro meramente político, redes en las que circulaban recursos, oportunidades, accesos a cargos, contratos, ayudas judiciales, etc.

Considero importante observar esta evolución del aprismo porque su relación con el sector educativo universitario, su adopción de la cultura burocrática criolla, su inserción en distintos niveles del aparato estatal y las lealtades y relaciones que se forman en sus redes clientelares, constituyen la clave de su unidad y permanencia como organización política a lo largo de muchas décadas. Mientras que muchos analistas (y los propios apristas en sus discursos) atribuyen esa unidad y vigencia a largo plazo a cuestiones como la “mística” de sus militantes, el “carisma” de su líder histórico, sus símbolos y ritualidades, u otros factores que raramente van más allá de las subjetividades y de lo político, la mirada que propongo aquí ubica la base de esa fortaleza continuada (“el APRA nunca muere”) en las sólidas lealtades que se generan en cualquier orden político “pre-industrial” mediante la redistribución de recursos, beneficios y oportunidades por medio de redes políticas, familísticas y de “compañerismo”.

Aun cuando esta cultura burocrática unida a la instrumentalización de las credenciales universitarias se presenta en muchos otros grupos sociales y políticos, el APRA es la organización que más nítidamente exhibe dicha pauta como algo consustancial a su reproducción y existencia como entidad política. De ahí que le concierna íntimamente cualquier iniciativa para ordenar, fiscalizar y fijar estándares en el funcionamiento de las universidades, lo que precisamente pretende hacer la SUNEDU, y se entiende por ello que sea el APRA la fuerza política que de manera más entusiasta impulsa los intentos de desaparición de la SUNEDU.

En las últimas décadas, el declive político del aprismo ha marchado en paralelo con el surgimiento de otras organizaciones de perfil también clientelístico que se han ido afianzando en el escenario político nacional, logrando una fortaleza y persistencia que asombra a muchos especialistas. En ellas podemos encontrar la misma pauta cultural criolla de la construcción de poder político mediante la inserción en la burocracia estatal utilizando credenciales universitarias. El caso de Alianza para el Progreso no se podría entender al margen de su intrínseca relación con las universidades creadas por César Acuña, de donde principalmente provienen los flujos de personas que ocupan las burocracias regionales norteñas controladas por dicha organización. El fujimorismo, por su parte, se ha mantenido vigente como estructura, en sus principales núcleos al menos, de la mano con lo que le aportan, en términos de redes, las universidades Alas Peruanas y San Juan Bautista. En todos estos casos se puede apreciar muy nítidamente que el valor de las credenciales universitarias reside en lo que significan como medio para acceder al poder burocrático, mas no en lo que puedan representar como indicador de algún tipo de preparación académica, en vista de que esos centros de estudios vinculados con Acuña y el fujimorismo se encuentran entre los que menos podríamos asociar en el país con alguna noción de “calidad educativa”.

En este orden de ideas, los intentos por introducir estándares de “calidad educativa” y supervigilar los ordenamientos técnicos y administrativos de las universidades entran en contradicción directa con las estrategias clientelistas de construcción de poder que integran el uso de credenciales universitarias para el acceso a las burocracias. Lo que está en juego en las reacciones contra la SUNEDU va entonces mucho más allá de los intereses económicos directos de los dueños y funcionarios de universidades, pues involucra también y principalmente a las formas en que se reproducen el poder político y las redes de redistribución de recursos y beneficios en diversos núcleos políticos y en sus círculos de influencia más inmediatos.

Por todo esto, el tema de la SUNEDU y la Ley Universitaria no se debería ver y tratar tan solo como un problema “sectorial” o “técnico” del campo educativo. En su esencia, el problema es eminentemente político y toca de lleno a otros aspectos importantes como la conformación de las burocracias estatales y las formas de acceso a ellas, las culturas políticas de los actores involucrados, y las propensiones rentistas en el Estado y en el manejo económico.

En esto último se encuentra la base y el aliciente principal del interés por controlar las posiciones de intermediación redistributiva. Tal interés, que en el Perú republicano hace parte de un patrón cultural típicamente “criollo”, no se limita por supuesto a este grupo étnico, sino que se extiende a otros que comparten la visión del ascenso social por la vía de las burocracias (lo que contrasta con la búsqueda del éxito a través del trabajo productivo). Como ingredientes adicionales del problema están la ineficiencia de los aparatos administrativos y los tristes padecimientos de quienes se aproximan a ellos, no solo porque una real preparación para el desempeño de funciones administrativas es distinta de su simple acreditación con “cartones”, sino también porque bajo el criterio rentista se idean e implementan formas sofisticadas para extraer recursos de la población (creando nuevos e intrincados trámites, imponiendo tarifas leoninas e innecesarias, etc., lo que sostiene pequeños nichos de poder intermediador en todos los niveles de la burocracia). Por poner un ejemplo del propio sector educativo, no hace mucho observé que el PRONABEC pide exactamente 40 documentos para postular a una beca de estudios otorgada en Alemania, incluyendo copias “legalizadas” además de numerosos pagos, mientras que una postulación directa con los alemanes, sin pasar por el PRONABEC, normalmente no requiere más de cinco o seis papeles y ningún pago. La propia SUNEDU no escapa a esto: para reconocer un título profesional exige a los solicitantes que primero le cancelen 645 soles (¿acaso no les pagan por hacer su trabajo?); y hasta hace muy poco pedía también la copia “legalizada” del DNI, antes de que le prohibieran seguir haciéndolo.

Y finalmente, en lo que respecta a la calidad educativa, conviene apreciar que la tendencia a valorar las credenciales universitarias más como instrumentos de inserción laboral, antes que como indicadores de una adecuada preparación, no se limita a los círculos políticos ni a la burocracia estatal, sino que se encuentra muy difundida en el país. Este problema, en sí mismo, difícilmente se podría resolver tan solo con fiscalizaciones o estándares administrativos de calidad educativa, si es que no se exploran antes sus causas y factores condicionantes, lo que nuevamente nos lleva a prestar atención a las cuestiones culturales, económicas y políticas que definen dicha tendencia.