El panorama de las identidades étnicas en el Perú contemporáneo se presenta atravesado por relaciones de poder económico y político, la historia y variados factores de alcance mundial que en las últimas décadas se ven acentuados por el avance de la globalización. En las líneas que siguen analizo diversos fenómenos de formación, afirmación y cambio en las identidades étnicas en Perú, tomando como referentes empíricos tres casos descritos y examinados en la literatura académica reciente sobre etnicidad. Finalmente, expongo una discusión acerca de los factores y condiciones que definen esos fenómenos.  

Veamos, en primer lugar, el caso de la emergencia de la identidad mochica/muchik en la costa norte del país (Asencio, 2014), que se viene construyendo en torno a referentes prehispánicos moche, notablemente a partir del descubrimiento de la tumba del Señor de Sipán en 1987, aunque con antecedentes que se proyectan a varias décadas atrás. Tenemos aquí dos grandes vertientes de construcción identitaria. Una de ellas se relaciona directamente con el Señor de Sipán y otros hallazgos arqueológicos posteriores en Lambayeque y La Libertad, que fomentaron una masiva conciencia y apropiación simbólica de los grandes logros civilizatorios de las antiguas sociedades costeñas del norte, reflejados en artefactos, monumentos y expresiones artísticas. En esta corriente destaca el protagonismo de los arqueólogos, que obtienen apoyos internacionales, estatales y del empresariado norteño para sus investigaciones. Tal confluencia de esfuerzos e intereses sirve de base a un discurso de identidad que es asumido por las elites regionales, autoridades, medios de comunicación y buena parte de la población urbana. Este discurso realza la grandeza y riqueza de la sociedad moche, establece vínculos entre ese pasado y un presente de crecimiento y prosperidad económica, y le otorga a la costa norte una identidad propia que la distingue del mundo andino, con ciertos tonos supremacistas. Todo esto se manifiesta en la proliferación de negocios turísticos, museos, representaciones iconográficas, gestos políticos y apelaciones de orgullo regional, pero se echa en falta aquí un sustento teórico explícito y consistente.

La segunda vertiente de este fenómeno, en cambio, sí cuenta con una base teórica algo más sólida, que se sostiene originalmente en la labor de investigadores extranjeros arraigados en la región desde inicios del siglo XX y se potencia en las últimas décadas con el concurso de intelectuales y activistas que se mueven por fuera de los círculos de las elites. Para ellos, lo mochica no se distingue del mundo andino sino que hace parte de él, y persistiría en la cultura de las poblaciones rurales de hoy en aspectos como la vida ritual, las nociones sobre el ser humano, la medicina tradicional y las técnicas de producción (cultivo del algodón y manufacturas artesanales). Esta corriente se expresa en un movimiento de reivindicación cultural que en lo político levanta una propuesta de “etnodesarrollo”. Y si bien no ha sido muy exitoso en su intención de alcanzar el poder en los gobiernos locales, sí ha tenido influencia sobre todo en el medio rural (en organizaciones comunitarias y de productores), ha tendido lazos con autoridades e instituciones, y ha contribuido con la afirmación de la identidad muchik en la sociedad regional (por ejemplo, con la promoción de la lengua muchik en los espacios públicos y el sistema educativo). Quienes lideran esta corriente denuncian lo que ven como una “mercantilización” y un aprovechamiento oportunista de la cultura moche por parte de las elites criollas urbanas. No obstante, últimamente se viene dando una confluencia de ambos discursos, lo que podría fortalecer “una incipiente comunidad imaginada en torno a la cultura muchik”.

Luego tenemos el caso del ascenso de liderazgos políticos de origen campesino en la provincia cusqueña de Quispicanchi (Asencio, 2016). Aquí el protagonismo corresponde a una nueva generación de políticos surgidos del mundo rural, con educación superior y nutridos de ideas modernizadoras, experiencia y contactos derivados de su participación en proyectos de ONGs. A diferencia del caso anterior, en este la identidad no reivindica la conexión con una “cultura” o un pasado remoto. En lugar de eso, remite a lazos comunitarios y a la pertenencia a territorios restringidos: estos alcaldes “se consideran a sí mismos representantes de la ‘clase campesina’ quispicanchina”, hacen política tejiendo alianzas comunales y despliegan un estilo de gobierno cargado de “un fuerte ethos rural” (p. 115). Esta identidad se expresa sobre todo en el terreno de la política local, por medio de “solidaridades primarias” y “redes de lealtades personalizadas” cohesionadas alrededor de un fuerte “sentimiento de pertenencia comunal”. Los líderes y grupos así formados compiten en elecciones a través de “partidos”, aunque “la solidaridad partidaria es menos importante que las identidades territoriales y microterritoriales” (p. 137). Una vez en el poder, actúan siguiendo una lógica pragmática, “sin una argamasa ideológica sólida” pero guiados por el paradigma del desarrollo rural promovido por las ONGs y la cooperación internacional. Así también, integran en la institucionalidad municipal una “mezcla de modernidad, tradición e idiosincracia andina” (p. 143), incluyendo el uso del quechua en el trabajo cotidiano. Los alcaldes campesinos aprovechan los ingentes recursos disponibles en los municipios por el crecimiento económico de la región y el país, y se apoyan en sus seguidores y técnicos para emprender variadas iniciativas sociales y de fomento económico. Y junto a los proyectos productivos, proliferan también grandes obras emblemáticas y monumentos, que tratan de “encapsular la identidad colectiva” de las localidades donde se erigen y retroalimentan el imaginario desarrollista con su impacto en la autoestima de las comunidades.

Estas experiencias marcan un cambio en la política quispicanchina, dominada anteriormente por “mistis progresistas” (profesionales urbanos, mestizos e izquierdistas), y por su éxito contrastan con un intento paralelo y fallido de politización de la cultura y la etnicidad animado por activistas urbanos de izquierda agrupados en la organización Autogobierno Ayllu. Ellos buscaban representar a los campesinos indígenas presentándose como el “partido político de los indios” (o “ayllurunas”) y proclamando un discurso de resistencia y autonomía, apelando a las tradiciones y la lengua quechuas, y adoptando también el paradigma del desarrollo rural. El proyecto ganó en una ocasión la alcaldía provincial, pero se debilitó muy pronto y decayó sin lograr mayor aceptación por parte de los “indios”.

El último caso es el de la evolución de la identidad aguaruna en la Amazonía (Greene, 2009). Esta se definía en un inicio por la lengua, ciertas costumbres, el arraigo territorial en determinadas zonas y la proximidad o lejanía social y física con otros grupos étnicos de la cuenca amazónica y del área andina. Los intentos de penetración colonial española y, más adelante, la presencia de mestizos y empresarios caucheros definieron un sentido de identificación por oposición al mundo apach, el de los foráneos. Pero la construcción de la identidad aguaruna como una identidad indígena se produce recién en el siglo XX, en un proceso que involucra la presencia creciente de misioneros evangélicos y católicos, la educación bilingüe, el Estado y el mercado en la Amazonía. Especialmente los adventistas del Instituto Lingüístico de Verano (ILV) desarrollaron una intensa labor proselitista y educativa que introdujo elementos occidentales modernos entre los aguaruna (ciudadanía, dinero y mercado, escritura y lectura en castellano, nociones de desarrollo) y resultó en la conformación de un segmento de maestros nativos bilingües, quienes desde mediados del siglo XX en adelante fueron asumiendo funciones de liderazgo político en sus comunidades. La participación de estos “agentes de la modernidad” aguarunas en las redes panamazónicas del ILV los conectó con otros líderes “indígenas” y contribuyó a una toma de “conciencia interétnica”. En paralelo, los mapas etnolingüísticos y el registro escrito de las lenguas nativas reificaban los agrupamientos y las fronteras étnicas, tanto para el Estado como para los propios nativos. Estos se apropiaban de las estrategias asimilacionistas de los misioneros y comenzaron a usarlas para sus propios fines, transformándose así algunos de sus patrones culturales (consuetudinarios y residenciales), incluyendo el paso de una cultura política tradicionalmente contenciosa a otra basada en la organización para negociar el acceso a los bienes y ventajas de la modernidad. A lo largo de todo este proceso se fueron formando sucesivas “capas concéntricas” de indigenidad: aguaruna, jíbara y amazónica, pero también un sentido conflictivo de pertenencia a una comunidad nacional más amplia.

Los tres casos presentados nos ofrecen un rico panorama para examinar los fenómenos de formación y cambio de las identidades étnicas en el Perú contemporáneo. Una primera constatación al respecto es la ausencia de homogeneidad. Aun dentro de un mismo contexto nacional y en marcos temporales que llegan a coincidir en cierto periodo, las identidades aparecen y se transforman en los tres escenarios de modos diversos. En cada uno de ellos, dichas identidades se conforman tomando como referentes principales distintos criterios: las diferencias culturales y lingüísticas entre los aguaruna, el territorio y el sentimiento de pertenencia comunal en Quispicanchi, y un sentido de conexión con el pasado prehispánico en la costa norte. En relación con esto, también los modos de expresión adoptan formas variadas: en el norte, discursos de orgullo cuasi supremacista paralelos a un movimiento de reivindicación étnica; organización indígena e interétnica en la Amazonía; y una vocación por incursionar en las instituciones estatales a nivel local en el Cusco.

Detrás de estas expresiones de identidad operan múltiples factores. El de más amplio alcance, común a los tres casos, es la expansión de la modernidad y sus instituciones económicas y políticas (mercado, Estado y otras) a lo largo del siglo XX peruano. Esto transforma las estructuras sociales y materiales en que se desenvuelven los grupos, modificando el carácter de sus relaciones con la sociedad nacional y el mundo, y propiciando adaptaciones y particulares estilos de apropiación de la modernidad en cada contexto regional. Y con ello, se propaga también de manera transversal una ideología desarrollista que impulsa el deseo de participación en ese mundo moderno. En el norte, el movimiento muchik lanza una propuesta de “etnodesarrollo”, en tanto que las elites buscan liderar el desarrollo regional integrando el sentido de lo moche en sus proyectos. Los alcaldes quispicanchinos asumen el paradigma del “desarrollo rural” al fomentar la producción, y levantan monumentos y obras de infraestructura que se toman como símbolos de progreso. Y los aguaruna, por su lado, redefinen sus modos de vida, se educan y se organizan para negociar colectivamente y en mejor posición su acceso a los bienes y ventajas de la modernidad. Pero si bien las ideas de progreso penetran en el país de muchas formas, podemos reconocer a agentes externos específicos que en los casos analizados se vinculan directamente con los fenómenos de formación identitaria: misioneros evangélicos y católicos en la Amazonía, la cooperación internacional a través de ONGs en el Cusco, e investigadores de ciencias sociales en las dos vertientes de apropiación de la cultura moche.

La modernización capitalista es entonces un factor de nivel macro que afecta la conformación de las identidades étnicas, pero las singulares manifestaciones de tales identidades se explican más por elementos de la realidad nacional y sobre todo por los particulares contextos sociales, económicos y políticos de cada región. Los antecedentes históricos desempeñan aquí un rol fundamental. La autorrepresentación étnica de los aguaruna, su estrategia organizativa y sus modos de apropiación de los recursos que les permiten negociar su inserción en la modernidad solo se pueden entender a la luz de la trayectoria que han recorrido en el largo proceso que los envuelve y los coloca como grupo “indígena”, y como tal subordinado, en la configuración mayor de la sociedad peruana. En ese sentido, su experiencia es muy distinta de la que han vivido las comunidades rurales de la costa norte, cuya condición de indigenidad se fue desvaneciendo en los imaginarios nacionales con el paso del tiempo, para retornar aún vaga e incipientemente de la mano de un movimiento étnico. En este espacio, a falta de referentes claros de diferencia cultural, la identidad se reelabora sobre la base de un pasado ancestral al que –con distintos matices- apelan importantes segmentos de las poblaciones rurales y citadinas, agregándose en el camino un esfuerzo de distinción cultural con la reconstrucción de una lengua muerta. Y en el Cusco, los líderes que proceden de un mundo definido históricamente como “indígena” –por las elites- disputan su derecho a la participación política, como ciudadanos plenos, valiéndose para ello de sus recursos culturales, pero sin enfatizar la diferencia étnica ni tomarla tampoco como una bandera para reclamar ese derecho y acceder al desarrollo. En cambio, recurren a discursos microrregionales y de clase presentándose a sí mismos como “campesinos” y “quispicanchinos”. En tanto “hijos de la reforma agraria”, educados y familiarizados con la sociedad de los “mistis”, sus vivencias de la identidad y la política se diferencian de las que experimentaron sus padres y abuelos, registrándose aquí un cambio en relación con épocas anteriores [1].

En los planos nacional y local, la etnicidad se intersecta además con factores clave como las coyunturas políticas y económicas, las tensiones de clase, y las jerarquías que en el país remiten a las distinciones Lima/provincias, urbano/rural y costa/sierra/selva. Así pues, el crecimiento económico de los últimos años acentúa no solo las tendencias e ideologías desarrollistas y modernizadoras, sino también los conflictos y diferencias de clase. En la costa norte, la dinamización de la economía coincide con el escalamiento de la pugna entre las dos visiones que compiten por “definir qué significa ser mochica”: la postura de las elites citadinas versus la de los intelectuales y activistas de sectores medios que buscan representar a la sociedad rural-popular. Aquí la pugna involucra en parte la discusión en torno al carácter “costeño” o “andino” de los antepasados, mientras que las elites, por su lado, se apropian de la cultura ancestral en sus intentos por lograr un mejor posicionamiento, simbólico y económico a la vez, frente a la capital y la sociedad nacional. De otra parte, los alcaldes quispicanchinos surgidos de la “clase campesina” aprenden a moverse en el terreno –clasemediero, elitista- de la política estatal y urbana, pero también a negociar con los funcionarios limeños del MEF, quienes en última instancia controlan los recursos que el crecimiento económico pone a disposición de los gobiernos locales (recursos que a su vez alentarían la voluntad de participar en política). Y para los aguaruna, la supremacía de la capital y la presencia del Estado se experimentan con la mediación paternalista de los actores foráneos que al mismo tiempo intervienen en la construcción de su indigenidad. Para ellos, el ser “nativos” o “indígenas” los asimila al sector popular y en gran parte rural del escenario social amazónico, con todo lo que ello implica de cara a las jerarquizaciones étnicas, simbólicas y territoriales de la sociedad peruana. Así las cosas, el que tanto los aguaruna como otros grupos nativos amazónicos exhiban las formas más consistentes de organización étnica en el país se podría explicar en buena medida por esa superposición de subordinaciones.

Esta última idea ayudaría a entender el que, de todos los grupos étnicos existentes en el Perú, sean los amazónicos los que –por sus estilos organizativos y su autorreconocimiento como indígenas- se asemejan más a los protagonistas de otros casos de organización y movilización popular de base étnica en América Latina. Todo sucede entonces como si las situaciones de desventaja u opresión le otorgaran sentido al empleo –consciente o no- de la identidad indígena como recurso político. Desde esta perspectiva, y salvando las diferencias, no sería casual que en la costa norte sean los grupos rurales los que le imprimen un cierto tono contestatario a la construcción de su identidad muchik, siendo además los que menos se benefician del crecimiento económico regional. Las poblaciones andinas, en cambio, solo raramente aparecen levantando reivindicaciones políticas con tintes étnicos, lo cual se podría explicar por sus canales de acceso al desarrollo y la modernidad: mediante las migraciones a las ciudades y su progresivo ascenso social en ese entorno, en décadas pasadas, o –como en Quispicanchi- por la posibilidad de participar políticamente como ciudadanos y probar así una parte de la torta del crecimiento económico [2].

En conclusión, las identidades étnicas en el Perú de hoy se construyen y cambian en función de las diferentes configuraciones de factores políticos, económicos, culturales e históricos de cada contexto regional, antes que por grandes tendencias nacionales o globales. Estas últimas, desde luego, cumplen un rol en esos fenómenos, pero su impacto se ve siempre mediatizado por los actores, condiciones, relaciones de poder e intereses específicos presentes en los distintos lugares.


NOTAS

1. Quizás la identificación de estos quispicanchinos como “campesinos” tenga algo que ver con la retórica velasquista que desplazaba lo “indio” en favor de lo “campesino”. Es posible, aunque términos como “indios” o “indígenas” habrían sido más etiquetas étnicas impuestas, antes que identidades reivindicadas por los propios actores.

2. Al respecto, Carlos I. Degregori argumentaba años atrás, como hipótesis para explicar la ausencia de movimientos étnicos andinos en el Perú, que las poblaciones andinas se estarían integrando a la sociedad nacional por la vía del mercado, más que por el camino de las luchas políticas.


REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Asencio, Raúl H. (2014). “Entre lo regional y lo étnico: el redescubrimiento de la cultura mochica y los nuevos discursos de identidad colectiva en la costa norte (1987-2010)”. En R. Cuenca (ed.), Etnicidades en construcción: identidad y acción colectiva en contextos de desigualdad (pp. 85-123). Lima: Instituto de Estudios Peruanos.  

------------ (2016). “Keynes en los Andes”. En R. H. Asencio, Los nuevos incas: la economía política del desarrollo rural andino en Quispicanchi (2000-2010). Lima: Instituto de Estudios Peruanos.

Greene, Shane (2009). “De las escuelas de guerra a las escuelas en guerra: educación bilingüe y construcción de la identidad aguaruna”. En S. Greene, Caminos y carretera: acostumbrando la indigenidad en la selva peruana. Trad. por Pastora Rodríguez (pp. 139-180). Lima: Instituto de Estudios Peruanos.

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